Pero la gracia de Dios es inmensa. En su infinito amor, envió a su Hijo unigénito, Jesucristo, para que fuese el puente entre Dios y la humanidad. Jesús, completamente Dios y completamente hombre, se humilló a sí mismo, tomando la forma de siervo (Filipenses 2:7).
Su vida impecable, su enseñanza sin igual, y sus milagros innegables, declararon su divinidad. No fue un mero maestro moral, sino el Mesías prometido, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1:29).