En Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos como un "viento impetuoso" (Hechos 2:2). Este viento, invisible a los ojos, representa la naturaleza intangible del Espíritu Santo, su omnipresencia y su poder transformador. No lo podemos ver, pero podemos sentir su fuerza y su obra en nuestras vidas, tal como el viento mueve las hojas de los árboles, así el Espíritu Santo mueve nuestros corazones.
Jesús mismo habló de un "viento que sopla donde quiere" (Juan 3:8), ilustrando la libertad y la soberanía del Espíritu Santo en su obra. Su acción es sutil pero profunda, renovando y revitalizando todo aquello a lo que llega, como una brisa fresca en un desierto árido.
El Espíritu Santo también se describe como fuego. En Isaías 4:4, se profetiza: "El Señor les lavará, limpiará y purificará". Este fuego representa la obra purificadora del Espíritu Santo en nuestras vidas, quemando lo impuro, consumiendo el pecado y refinando nuestro carácter a la imagen de Cristo.
El fuego del Espíritu Santo también es símbolo de su poder, su intensidad y su santidad. El profeta Ezequiel describe una visión del carro de Dios, con llamas de fuego que rodeaban las ruedas (Ezequiel 1:13). Este fuego simboliza la gloria y el poder del Espíritu, quien nos empodera para llevar a cabo la obra de Dios en el mundo.
El bautismo con el Espíritu Santo, a menudo acompañado de manifestaciones visibles como lenguas de fuego (Hechos 2:3-4), señala la transformación radical que ocurre en el corazón del creyente, una experiencia de poder, purificación y un nuevo nacimiento en el Espíritu.