En el Antiguo Testamento, el velo del templo simbolizaba la separación entre Dios y la humanidad, entre lo sagrado y lo profano. Sólo el sumo sacerdote podía entrar en el Lugar Santísimo, una vez al año, y solo después de rigurosos ritos de purificación (Levítico 16). Este velo representaba el pecado que impedía el acceso directo a la presencia divina. Hebreos 10:19-20 afirma: "Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne," El rasgado del velo, entonces, anuncia el nuevo pacto.