Después de tres días y noches de sufrimiento y muerte, nuestro Señor no se quedó en la tumba para siempre. Su muerte fue temporal, un tránsito necesario para la victoria definitiva. Su descanso en el sepulcro, aunque lleno de significado teológico, no fue un momento de inactividad sino un periodo de preparación para la grandiosa obra de la resurrección, anunciada previamente por Isaías 53:12: "Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su alma en la muerte, y fue contado con los pecadores, y él quitó la iniquidad de muchos, e intercedió por los transgresores." Este descanso fue esencial para su victoria sobre la muerte y la promesa de vida eterna para sus seguidores.